martes, 11 de diciembre de 2007

Palabras de madrugada

Ahora recibe mil besos no dados, mil suspiros acompañados de miel y almíbar. Mil rosas que jamás igualaran tu belleza.

Trato de contar las respiraciones que me separan de tu cuello y de tu hombro, la melodía que me encuentro en tus labios, desbordar en explosión silente mi cariño hacia ti.

Dejar de acariciarte, ¡vacío maldito de textura! provocando en movimientos diluidos en saliva y delicadísimos roces. La conmoción del destrozo cardiaco y la resurrección del latido impulsado por tus ojos.

Son palabras de madrugada, mi Cereza brillante, apetecible, dulce.

Necesito navegar en tus cálidos litorales, pasear navegantes dactilares, entre los misterios de la selva amurallada, latidos que estremecen mis sentidos.

Nada podría escribir, lo suficientemente hermoso para compararlo con esos ojos, letras que agonizan en miradas.

¡MIL CARICIAS GUARDADAS EN PALABRAS Y TODAS SÓLO PARA TI!

Palabras que elevan al más excelso anhelo, deseando cantarlas, sí, cantarlas en tu oído, en murmullos sólo inteligibles para ti.

Sonidos que transforman ambientes, sobrepasando los ronroneos, los suspiros que forman siluetas al viento.

Los labios que unen y apartan a voluntad, pero que unen más de lo que apartan, pues a pesar de estar separados, los besos se recuerdan nítidos en ellos.

En los besos dedicados, delicados, arrebatados y compartidos, que atesoran emociones que no se pueden igualar, que no se han de repetir.

Estas son mis palabras escritas de madrugada, escritas para ti mi Hermusa, escritas desde el recuerdo y la resignación.

Por: Anelí y Juan de Lobos

domingo, 9 de diciembre de 2007

Aullo porque me duele el no haber aprendido a decir NO

jueves, 6 de diciembre de 2007

La Sirena y el Lobo I

Aquella Sirena se acercó peligrosamente a la orilla del mar, se sentía atraída por la arena seca la cual jamás había visto hasta ese momento, la arena se pegaba en sus manos, en sus brazos, cubría sus senos y su vientre donde aparecían las primeras escamas iridiscentes en tonos turquesa y rosa, que adquirían bajo la luz de la luna un velo plateado.
Aquel Lobo olió algo desde la floresta, siguó su olfato hasta llegar a donde la vegetación se volvía menos tupida y finalmente desaparecía para dar paso a inmensas dunas de arena. El Lobo, cauteloso, siguió el rastro de aquel aroma nuevo, un aroma diferente; hasta ese momento, no se había detenido a aspirar el olor salino del mar, pocas veces se acercaba a la playa, pues era un lugar descubierto y en donde fácilmente podía ser blanco de algún cazador.
Pero en esta ocasión sintió la urgencia de hacerlo, salir de la protección de la selva y acercarse a las dunas que resguardaban la inmensidad del oceano.

lunes, 3 de diciembre de 2007

Relámpagos amatorios VII

¿cómo pudiste amar a mi hermana y también a mi hermano?
¿cómo pudiste hacerme esto a mi?
¿cómo es posible que no tengas aún la decencia de vestirte?
¡jamás vuelvo a usar una bicicleta!

domingo, 25 de noviembre de 2007

Relámpagos amatorios VI

Vibraba aún ese maravilloso beso, abrí los ojos, me separé un poco más de ti; miré en tus labios brillos húmedos, tu sonrisa perfecta se formába nuevamente cuando la interrumpí con un nuevo beso.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Relámpagos amatorios V

Mientras te admiro vistiéndote, recuerdo la última vez que nos amamos.
Y sé lo que dirás cuando termines de abrochar tu vestido y calzarte los zapatos.
-Es la última vez que nos vemos.
Y yo, te responderé como lo hice la semana pasada.
-El próximo jueves será la última vez.

miércoles, 21 de noviembre de 2007

Relámpagos amatorios IV

Todos los sábados es la misma chingadera; apenas dan las doce de la noche y comienzan con sus cosas.
Hoy es sábado y sé que nomás se la van a pasar coge y coge, con hartos gritos, con un pinche chirriar del colchón que Dios guarde la hora.
Pero eso sí, entre semana nomás puros pleitos, gritos y platos rompiéndose, reclamos absurdos; si los dos se ven bien buenas gentes, bueno, la chamaca tiene su carácter, pero nomás llega el sábado...
Ojalá se la pasaran así toda la semana y no nomás los sábados. Mientras uno nomás recuerda lo que fue.
Ahí están, esos gemidos, esos "pacito" "cielo" "cosita" "verrrrrga" "AHHHHH"
Quien fuera joven otra vez.

jueves, 15 de noviembre de 2007

Deuda

Te debo los besos que no me he atrevido a robarte.
Te debo el acariciarte en voz y seguir tu aroma.
Te debo las miradas agradecidas y suaves que se distorsionan con las sombras de mi vida.
Te debo el placer de conocerte y permitirme soñar nuevamente.
Te debo hundirme en esa taza de prometido café, para rescatar del fondo la vigilia suficiente para enterarme que no estoy soñando.
Te debo más palabras, que tal vez no escuches en tus oídos, pues las sentirás plasmadas en tu piel.
Te debo acabar en ese aullido, las distancias y el tiempo.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Relámpagos amatorios III

Ambos cuerpos sólidos, bronceados, fuertes.
Se aman sin pensar en lo que sigue. Se aman a pesar de no creer que un amor así fuese posible.
Ambos se admiran, ambos comparan sus músculos, sus abdómenes de acero, sus miembros viriles ávidos de más caricias.
Ambos se besan emanando una ternura que no tiene que ver en lo absoluto en su fortaleza física. Ambos, estando juntos se tornan vulnerables, se enternecen y se ablandan en esos brazos de hierro.
las lágrimas endulzan los besos, son ellos lo que son y se alegran de haber encontrado quien los ame así.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Relámpagos amatorios II

Mis tacones clavándose en tus pantorrillas. la extraña sensación de haber sido siempre tuya me impulsa hacia tu cuerpo. Me inclino hacia tu cuello, tu barba me pica y eriza y lastima mi piel.
Mi tacón clavándose en tu hombro, me miras hacia arriba, postrado frente a mí, sucumbiendo a tu propio deseo.

jueves, 8 de noviembre de 2007

Relámpagos amatorios I

El delicado roce de tus medias sobre mis muslos, tu aroma invitándome a comerte entera. Mis sueños realizados; tu, semidesnuda, semidiosa, semiamazona montando mi deseo.

viernes, 2 de noviembre de 2007

Tlaloques

Hace muchos años, mí Tata Abuelo, me contó una historia que a su vez se la contó su abuelo y así fue durante muchas generaciones, hoy he meditado mucho sobre ella, pues ahora me toca a mi contársela a mis nietos.
Tal vez no sea una gran historia y menos ahora que las cosas han cambiado tanto. Recuerdo que en su momento me asustó mucho, no pude dormir esa noche ni la siguiente, pero con el tiempo fui olvidando el terror que me produjo y con la edad muchas de las cosas que leo en los periódicos parecen más crueles y atroces.
Al final de cuentas, deseo seguir la tradición que tristemente veo que se ha ido diluyendo en esta caótica vida moderna, la de contar historias, sin robots, sin superhéroes, sin gringadas.
La historia, como mencioné, no es tan extraordinaria, pero me pude percatar después de todos estos años que su escenario plasma de maravilla el terror de la conquista, además aprendí pues, que el miedo puede sentirse a través de unas simples palabras, guardándose en el corazón.
Hoy es dos de noviembre. Se reunieron en casa mis hijos y mis nietos, acabamos de terminar de cenar y aprovecharé que están sirviendo pan de muerto y chocolate para contar la historia.
Cada quien con su rebanada de pan de muerto, se pelearon los “huesitos” y ahora me miran atentos; los adultos, aunque ya conocen la historia la quieren volver a disfrutar. Mis nueras y mi yerno la escucharán por primera vez, lo mismo que mis nietos. Se ven emocionados muy respetuosos a mis palabras, la voz se quiebra en mi garganta, pero la aclaro con un leve tosido.
Comienzo como comenzó mi abuelo:
“Cuando los blancos llegaron a nuestra tierra, en el ombligo del mundo, lloramos, vimos como todo caía, todo se incendiaba cuando los monstruos brillantes sobre sus venados gigantes corrían por las calzadas; las patas de los animales herían, golpeaban. Con sus lanzas cortaban, nos hacían sangrar; nuestro llanto y nuestros gritos subían a donde nuestros dioses, pero ellos se quedaron sordos. Corríamos, pero sus demonios aullaban y nos perseguían, haciendo mucho ruido, como si tosieran y rugían como el coyote, caían sobre nosotros, con sus uñas desgarran la piel y sus bocas sacaban espuma y baba para romper nuestra carne, sus lenguas ásperas lamían la sangre de sus patas y de nuestras heridas. Lloramos, gritamos; pero nuestros padres estaban sordos y también ciegos.
Los monstruos se detuvieron durante un tiempo. Nuestro Tlatoani negoció con ellos y lo capturaron ¡Ay se desgarra nuestra alma! ¡Ay no viviremos y no moriremos! ¡Ay nuestras madres no hacen nada! Su sacerdote los acabó.
Durante el día sagrado uno de los blancos tomó a uno de nuestros niños con una sola mano brillante, gritaba cosas que no entendíamos lloramos cuando se acercaba con el niño agarrado del pie, se puso colorado y con fuerza azotó al niño contra una pared, su cabeza se partió como guaje y la sangre manchó el suelo y la pared; lo tiró al piso. Corrió como demonio sobre su venado, agarró a dos niños más de sus cabellos, los niños gritaban y de miedo quedamos sordos. No queríamos ver, el demonio plateado arrojó al primero frente al venado, éste lo pisoteó. Al otro lo agarro y lo atravesó con su espada y cayó cerca de los otros dos inocentes; salió de nuevo del templo y agarró más niños, gritamos, lloramos y suplicamos a nuestros dioses su piedad. Después de que muchos, muchos niños cayeron, su sangre salía del templo y pintó toda la calzada. El demonio y su venado gritaban, chapoteando en la sangre de tantos inocentes.
En eso Tlaloc nos escuchó, sus lágrimas cayeron en los niños muertos, esas lágrimas limpiaron la calzada y el monstruo seguía ahí. Un rayo tocó los cuerpos y muchos se levantaron, corrieron contra el demonio. Él gritó y con su mano hizo señales tocándose la cabeza, el pecho y ambos hombros. Los niños muertos corrían a su rededor, el venado levantó las patas delanteras y el asesino cayó al piso, ahora él lloraba, gritaba, hacía señas. El venado huyó por la calzada. Tlaloc rugía y alumbraba el cielo. El venado cayó en el canal y haciendo ruidos espantosos se hundió. El otro monstruo cayó de rodillas y nuestro dios de la lluvia una vez más, lanzó un rayo que le pegó en el pecho, se quemó dentro de su piel plateada y dura; pero sus lamentos no conmovieron al dios.
Los niños cayeron nuevamente y sus almas subieron mientras jugaban y reían acompañados de tlaloques. Las nubes se abrieron dejando pasar a Tonatiuh el sol; quien secó la calzada limpia y nuestras lágrimas. Después de ver lo que vimos, volvíamos a guardar esperanza y gritamos de alegría. El demonio plateado seguía hincado, todo tatemado y sacando humo por la boca y los ojos; su venado se perdió en el fondo del lago y nuestros niños felices ahora juegan con flores de lluvia que han visto nuestra desgracia”.
Cuando concluí el relato, todos estaban en un silencio total. Dentro de mí creció una extraña alegría producida por las caras de sorpresa y el haber recordado el cuento tal cual mi Tata Abuelo me lo contó a mí. Agradecí a los dioses olvidados el regalo de esta historia.

miércoles, 24 de octubre de 2007

Curiosidad lobuna

El Lobo se dirigió una vez más a la cabaña en el bosque, una vez ahí, se asomó por una ventana como cada noche de Luna llena y miró como la Bruja realizaba hechizos de amor y muerte. El hijo de Lykaón, fascinado, olfateó la estancia y el caldero en donde la Bruja vertía los ingredientes de su pócima; la miró desnuda, con una cinta ocre atada a la cintura, la daga en la mano izquierda y su cabello recogido en un sencillo peinado, el lobo relamió sus belfos paseando la lengua por los colmillos y su mirada dorada se llenó con la luz emanada desde la chimenea.

La Bruja lo presintió, ella pensó que lo había invocado, dejó que el Lobo tomara confianza o que simplemente su curiosidad lo acercara o lo introdujera a la cabaña, no se equivocó.
El Lobo traspasó el umbral de la ventana, en silencio se acercó aun más a la figura femenina, la Bruja bebió la pócima del cucharón y el resto lo arrojó hacia el Lobo que sorprendido intentó huir. Las gotas verdosas y relampagueantes lo quemaron y le hicieron un daño peor, lo convirtieron en hombre.

La bruja comenzó a reír, al ver el delgado cuerpo masculino, desnudo a sus pies, sonrió malévola, lúbrica, mientras acariciaba con el dorso de su mano al asustado hombre. Amarró la cinta color ocre a la cintura del él. Ambos se dejaron hacer satisfaciendo los deseos y urgencias compartidas, algunos días pasaron, ella dejó de amarrarlo con el lazo ocre, el hombre hacía lo que le pedía, con devota mansedumbre. No tanto tiempo después la Bruja se cansó y liberó al hombre, con la misma pócima, con el hechizo invertido arrojó el contenido del cucharón al asustado hombre quien se tornó nuevamente en Lobo, pero se había acostumbrado a ella, quería seguir con ella, la Bruja invocó a otros seres y ante ella se presentaron, cuervos, ciervos, jabalíes. Sin embargo y a pesar de todos aquellos seres a quien vio transformarse y perecer ante la Bruja, el Lobo siguió aullando bajo su ventana cada noche de Luna Llena.

Después de todo cuando existe voluntad, la esclavitud ya no es tal.

miércoles, 17 de octubre de 2007

La Dama del Bosque


Hace no tanto tiempo, se cuenta por ahí, que en el Camino Real que cruzaba un Bosque Encantado, encontraron a una hermosa Dama con el vestido desgarrado por completo, tenía marcas de garras en los hombros y en el cuello, sangraba de varias cortadas pequeñas y su precioso cabello castaño se encontraba completamente desarreglado y enmarañado, su mirada lacustre era ausente, sin embargo, conservaba una misteriosa sonrisa y sus manos aferraban dos mechones de pelo gris, la Dama se encontraba descalza de un pie y por las manchas de lodo y las magulladuras de sus piernas y pies uno podría pensar que acababa de salir corriendo del bosque.

Los mejores curanderos y magos del reino acudieron hasta el poblado de Wolvesloch para tratar de curar a la bella Dama del bosque, como los pobladores habían comenzado a llamarla y por más conjuros, pócimas, brebajes, sanguijuelas, sangrías e infusiones, no podían hacer hablar a la bella Dama y mucho menos borrar la sonrisa de esos labios; a pesar de ser una completa desconocida el pueblo de Wolvesloch se mantenía al pendiente de su convalecencia.

Todos los habitantes especulaban acerca de su origen, algunos pensaban que se trataba de la hija perdida de Titania Reyna de las Hadas, otras pensaban que era una sílfide o una ondina ahuyentada de sus lares por algún cazador, otros pensaban que se trataba de alguna Princesa de algún reino lejano que había logrado escapar de sus captores o de una tribu de Trolls antropófagos, los chismes y especulaciones crecían conforme pasaba el tiempo y la recuperación de la Dama del Bosque no llegaba por completo, pues continuaba con la mirada extraviada, la sonrisa en los labios y en las manos aferradas con fuerza sobrehumana los mechones de pelo gris, lo que obligaba a unas muchachas voluntarias a darle de comer en la boca.

Así pasaron cerca de 18 días, y una tarde de vísperas de la fiesta de San Jorge, la Luna llena comenzó enorme a asomarse desde la “Loma del Ahorcado”, la Dama del Bosque comenzó a mostrar otras señales de vida, parpadeó varias veces y mojo sus labios con su lengua, soltó los mechones de pelo y gritó emocionada -¡Hoy llega, hoy viene por mi! Las voluntarias que la cuidaban se asustaron tanto por la reacción como por la fuerza del grito de la Dama y se asustaron aún más cuando al alarido de ella le correspondió un lejano y profundo aullido desde el Bosque Encantado.

La bella Dama del Bosque corrió hacia la tronera más cercana y la Luna llena iluminó con su blanca luz su rostro, las voluntarias asustadas corrieron hacia la abadía y le pidieron al Abad que acudiera a presenciar la reacción de la Dama del bosque, el Abad subió presuroso los doscientos quince escalones que llevaban a la torre en donde se encontraba la mujer; el clérigo al abrir la trampilla del piso quedó pasmado, los aullidos se escuchaban cada vez más cercanos. La Dama totalmente desnuda sacaba un blanco y cicatrizado brazo por la tronera y con la otra mano frotaba sobre su cuerpo uno de los mechones de pelo plateado.

Una vez repuesto de aquella oscura imagen, el religioso se acercó a la Dama del Bosque y la cubrió con una manta, sin oponer resistencia se dejó llevar por el Abad y se sentó junto a él en el catre y con su mano pálida casi transparente, tocó la cruz que pendía del cuello de él. Dos enormes lágrimas escurrieron silenciosas por el bello rostro y con una voz dulce y clara se dirigió al religioso –Padre, deseo confesarme, confesarme ante Dios por medio de su conducto, ya que no me atrevo a dejar esta vida sin contar este secreto que me atormenta. El Padre intrigado sólo asintió, pues mantenía un estricto voto de silencio, realizó la señal de la cruz y acercó su oído hasta sentir el aliento de la mujer, los aullidos se volvieron lejanos, pero a cada uno de ellos correspondía un estremecimiento de ella, se aclaró la voz y comenzó.

- Padre, confieso haber sido arrebatada en una pasión siniestra, mientras hace hoy 21 días me encontraba preparándome para los funerales de mi amado padre y de mi tío Humbert, quienes murieron durante la persecución de un monstruo terrible que asolaba nuestra Comarca, la mayoría de los hombres murieron en esa empresa, y en Wolflochshore, mi pueblo natal, sólo quedábamos huérfanas y viudas; la bestia atacaba nuestros rebaños solamente en las noches de luna llena, y robó a cada uno de los niños del pueblo. Tristes pero sin resignarnos, unas cuantas mujeres salimos a hacerle frente a la bestia, a sabiendas que no regresaríamos vivas; esa noche Josephine, Gilda y Glenda, nos internamos en el Bosque Encantado, llevábamos nuestra ropa de diario, ya que nosotras nunca cazamos, excepto Gilda que tiene, tenía gustos y apetitos extraños, ella sí llevaba pantalones de gamuza como los de su padre; caminábamos despacio y sin antorchas bajo el resplandor de la luna cuando lo vimos desnudo sobre una roca en medio de un claro del bosque, sosteniendo con sus manos un trozo de carne el cual masticaba y tragaba desesperado, se trataba de un muchacho joven, su cara estaba cubierta de algo oscuro, más tarde supe que era sangre. En cuanto nos vio se abalanzó sobre Gilda y le mordió el cuello desgarrándoselo todo, manando sangre a borbotones. Josephine y Glenda huyeron despavoridas, pero yo me quedé petrificada mientras la bestia se tragaba y lamía la sangre de la pobre de Gilda; los ojos dorados del monstruo se fijaron en los míos, me sentí mareada y con muchas nauseas, el muchacho se levantó de junto a Gilda y acercó su mano hacia mi, y despacio me tocó, solté el arcabuz que sostenía y quedé hechizada con esos ojos dorados, con esa sonrisa de dientes afilados. El muchacho se acercó hacia mi, me olfateó como si fuera un animal, su cabello enmarañado y lleno de cardos era gris como la plata de ley Padre, su aroma, era de almizcle, a hierbas del bosque y a sangre, pero era un olor dulce y no tan repulsivo, no me contuve y me acerque yo esta vez, el muchacho no trató de huir; lo tomé de los brazos y lo acerqué a mi, lo besé Padre, con una urgencia desesperada, él me beso también, y su lengua recorrió toda mi boca, le correspondí anhelante. Sentí entre mis piernas la urgencia de tener a ese muchacho, en ese momento, como si lo hubiese esperado toda la vida. Me arrojó sobre la hierba, al lado del cadáver de la pobre Gilda que me veía con sus ojos muertos y nebulosos, sin mayor preámbulo el muchacho comenzó a rasgar mis ropas, a tratarme de atrapar con sus uñas renegridas de coágulos y mugre, mordía despacio, lamía mi rostro y yo saboreaba la sangre de las comisuras de su boca, de sus mejillas, de su barbilla pues me parecía dulce, muy dulce, un ardor en mis piernas, un dolor delicioso me inundó Padre, me llenó con su ardiente miembro, sentía su peso en mi cuerpo, su boca en mi seno, sus manos tocándome toda, comencé a gemir de placer y dolor Padre, su denso vaivén me enloquecía, lo besaba lo arañaba también, escuchaba sus ruidos, sus suspiros, sus resuellos. La Luna casi se ocultaba detrás de los árboles, y en una acción me arrodille y él me montó por detrás Padre, comencé a moverme como loca, lo necesitaba cada vez más y más profundo dentro de mí ¡lo deseaba!; de repente, un dolor se clavó en mi cintura, su miembro penetraba más y más profundo, ¡lo escuche aullar Padre!, si ¡Aullar como Lobo!, volteé y su cuerpo, su rostro se transformó, ¡ante mis ojos, en medio de mis gemidos, se convertía en Lobo! Su miembro crecía también, así lo sentía, más y más grande a cada arremetida, sus garras se clavaban en mí, en mis nalgas, en mi cadera, sus dientes mordían mi cuello, me lastimaba y aún así anhelaba llenarme de él, hasta que un chorro hirviente inundó mi sexo, aullaba junto con él, me escurría en él. Me recosté y el animal se recostó junto a mi y junto al cadáver, tomé entre mis manos ese miembro rojo sangre, enorme en forma de pica, comencé a lamerlo despacio, sus gruñidos me excitaban más Padre, perdóneme, pero jamás había sentido así, seguí lamiendo y lamiendo, lo metí a la boca, lo atraje cubriéndolo por completo y seguían sus gruñidos, su lengua también enorme asomando a un lado de las hileras de filosos y blancos dientes. Finalmente me venció el sueño, aferré al enorme Lobo gris que estaba a mi lado, el día nos sorprendió juntos, el Lobo se levantó y no quería dejarlo ir, acercó su hocico babeante a mi sexo, me relamió y lamió su miembro que volvía a pulsar en color rubí, lo volví a tocar, lo volví a lamer, me coloqué nuevamente de rodillas para que me oliera mejor y me montara de nuevo. El enorme animal me rasguñó, me mordió nuevamente, colocó sus suaves patas sobre mi espalda, se arqueó para meter la enorme pica en mi. Padre, ¡sentir ese trozo enorme, sentir como se hundía más y más!, me volvió a llenar con su semilla hirviente, caí exhausta y sentí la flacidez de ese enorme miembro mientras me abandonaba, traté de agarrarlo de nuevo, me volteé y con ambas manos, traté de sujetarlo, sacando fuerza de flaqueza, sólo logré arrancarle estos mechones Padre, y mi adorado Lobo huyó corriendo en el bosque. Lo busqué durante dos días, hasta que me encontraron vagando cerca de esta Comarca. ¡Perdóneme Padre! No por el pecado cometido, no por la concupiscencia realizada, le ruego me absuelva ahora que hay tiempo, perdóneme Padre, de lo que sucederá.

El Clérigo se santiguó tembloroso, sus labios se encontraban rígidos y blancos, el sudor perlaba su frente al contemplar en el tono de los ojos de la Dama del Bosque, el cambio de un azul intenso a un dorado siniestro. La Dama se arrodilló junto a la tronera; la trampilla que llevaba a la habitación en donde se encontraban comenzó a levantarse y un rayo de luz de luna iluminó el cuerpo bestialmente hermoso, el Abad se replegó hacia la pared de la celda. De la oscuridad surgió un nuevo aullido desgarrando el corazón del clérigo quien cayó fulminado con los ojos abiertos y la garganta destrozada, la enorme figura de un Lobo plateado se encontraba en el centro de la habitación uniéndosele en ese momento una esbelta y nívea figura lobuna con el hocico repleto de sangre. Ambas bestias bajaron de la torre, y huyeron hacia el bosque, hacia la plateada oscuridad.

lunes, 15 de octubre de 2007

DESEOS MUTUOS



Con ganas de meterle dos pinches balazos entre ceja, oreja y madre.
Pero no, eso no soluciona nada y solamente me traería un mal karma. Si me quiero deshacer de ella para siempre debo de perdonar y sobretodo hacer que el enojo, la víscera, el hígado no me aconsejen. Debo hacer bien las cosas.
Aun así me regodeo imaginando un baño de sangre, haciéndolo parecer todo un simple suicidio. Además es posible; lo que me asusta y me fascina al mismo tiempo. Definitivamente debo dejar de ver C.S.I. y cine gore.
Otras veces la imagino vejada, violada de manera multitudinaria.
Otras, con ganas de que la naturaleza me ayude y en un terremoto quede sepultada, o que un rayo la parta.
Lo único que sé, es que ella desea lo mismo para mí.

jueves, 4 de octubre de 2007

Atardecer

En la completa oscuridad de aquél armario de útiles de limpieza, entre escobas, cubetas, trapeadores, y ese resto de olor a lejía y desinfectante, Carolina y Apolonio se palpan con todo su cuerpo y en silencio, permitiendo que sus labios se exploren, dejando surcos de saliva en la piel saboreada por los besos y las lenguas de los dos nuevos amantes. Susurran piropos que creían olvidados, se llaman con otros nombres, con mil y un imágenes dactilares.

Ambos son caldera, locomotora y buque de vapor, saborean el gusto a penas rancio de sus alientos, van recobrando humedad y generando más calor. Sienten sin abrir los ojos firmezas casi borradas de sus caprichosas memorias, paisajes que la oscuridad fomenta, sin que esto les impida seguir cada caricia, musitando, cantando suavemente boleros, que los susurros convierten en candentes lengüetazos en los oídos sordos que recobran poco a poco los dotes auditivos ante las dulcísimas palabras.

Apolonio recarga el peso de su cuerpo desnudo sobre Carolina, corcel, ariete, ola. Carolina recibe a Apolonio, llanura verde, fortaleza a punto de ser invadida, playa calma de arenas ancestrales. Bufan, gimen. Las cuerdas bucales recobran por instantes la tensión del grito de placer, Carolina rasga con sus dedos en cuña la espalda encorvada de Apolonio.

Las piernas a punto del colapso, la penetración ilusoriamente imposible, vence a las tantas murallas, impuestas y propias, deslizándose Apolonio, con un seno de Carolina en la boca, hasta la explosión, las lágrimas en los ojos enceguecidos, los ruidos guturales, la sensación de volar con el pleno conocimiento de encontrarse cada vez más cerca del suelo o incluso debajo de el.

La puerta de aquel armario de útiles de limpieza se abre poco a poco, filtrando un hilo de luz hacia la oscuridad con olor a lejía, desinfectante y el aroma de dos cuerpos evaporando el deleite del amor. La luz se posa sobre la piel segundos antes acariciada, manifiesta la desnudez de dos cuerpos, la ropa de ambos en el piso.

La luz devela las manchas en esas pieles arrugadas, pletóricas de tiempo, légamo de amor y olvido, ilumina de a pocos, se posa sobre el ojo derecho de Apolonio, nublado y ciego. Carolina entrecierra los suyos, azules, hirvientes aun. Los ancianos descubiertos, ella muestra una satisfecha y desdentada sonrisa, él sostiene todavía el seno marchito y palpitante entre sus labios y su renovada flacidez con su mano izquierda, aun rezumando los postreros reclamos líquidos y espumosos, de lo que en teoría no debe suceder.

Dos enfermeros y una asistente fuera de quicio los miran sorprendidos, al acercarse al armario repararon en el ruido y pensaron que se trataba de ratas, por eso abrieron despacio. La agria asistente les reclama con el tono estúpido y recriminatorio que se usa con los ancianos.

-- ¡Que vergüenza Doña Carito!, vístase que ya van a dar las cinco y la cena ya está servida. De usted Don Apolonio no me sorprende ni tantito, súbase esos pantalones. La anciana desasió delicadamente su seno de la boca bordeada de blanca barba, acarició con ternura el cabello delgadísimo que corona al anciano, suspiró y sonriente, escurriendo la felicidad obedeció.

-- ¡Chingue usted a su madre, pinche vieja metiche!­­ Exclamó Apolonio a la asistente mirándola con negro odio desde su ojo bueno y subiendo sus pantalones --¿y ustedes de qué se ríen? Par de pendejos. Reconvino a los enfermeros, enfurruñado y mentando madres todavía con la camisa desabrochada, tomó protector la artrítica mano de Carolina y caminó junto con ella a ritmo de vals hasta el comedor. Los enfermeros y la asistente soltaron una carcajada.

Algunos días después del incidente; el Alzheimer borra casi toda huella de aquella encerrona en el armario de utensilios de limpieza. Pero dos ojos azules e hirvientes buscan desesperadamente un ojo negro y otro nublado, porque la sensación y el cosquilleo no desaparecen; se escuchan entrañables boleros en los oídos sordos, se procura encontrar nuevamente ese refugio oscuro, cálido y rejuvenecedor con olor a lejía y desinfectante, para dejar transcurrir otro atardecer.
A mi abuelo Polo

martes, 25 de septiembre de 2007

Esther

Tal vez ya se había dado cuenta en la manera en como el mocito de la tienda de Don Ponciano la trata, con tanta deferencia y respeto; El muchacho, a penas ha dejado de ser niño; trabaja como burro, huele como uno. Hoy en la tarde le llevó un ramo de mustias flores blancas junto con la compra del día.

Mientras le agradece, Esther se pone a pensar en mil cosas: la comida de ese día, las deudas a la tienda de Don Ponciano, su cumpleaños cercano y en su estúpido marido que la volvió a dejar con ganas y de mal humor...

Andrés la mira de soslayo, esos senos opulentos y morenos han sido la causa de los mil desvelos del muchacho; traga saliva y a bocajarro le hace una pregunta, mientras sigue sacando las viandas de la cesta.

-Doña Esther, ¿me deja ver sus chichis?

-¿Qué dijiste?-Esther aún con el mal recuerdo de la noche anterior y de la anterior y de la anterior- ¿para qué quieres ver? Lo dijo sin enojarse, más bien curiosa en realidad, tratando de contener la risa.

-¿Que si me deja ver sus chichis?, es que...- Andrés cayó en cuenta lo que había dicho, se sonrojó y dio media vuelta para huir, Esther lo tomó del hombro.

-Espérate, te doy permiso con una condición, que me digas por qué me quieres ver y si me convences..- Esther sonrió -...tal vez deje que las veas.

El muchacho sintió como la sangre corría y llenaba, además de su rostro otra parte de su anatomía, tragó saliva; Esther notó la incipiente erección y la turbación del muchacho, volvió a sonreír maliciosa al escuchar las razones del mozo.

-Es que las tiene muy bonitas y creo que se parecen a esa muchacha, la de la novela de las ocho que tambien las tiene así de grandes como usted y nunca he estado con una mujer y nomás las he visto en revistas, de esas que vende Don Ponciano y nos deja ver por tres varos. La voz del jóven se iba volviendo mas queda, mientras la sangre efectivamente abandonaba su rostro.

-Esta bien, me convenciste. Al decir esto y sin pensarlo demasiado, élla bajó el escote, dejando al descubierto ambos senos a penas contenidos por el brassier color hueso, que acentuaba aun más el manjar moreno. El sudor invadía el labio superior del muchacho condensándose en diminutas cuentas transparentes sobre el bozo.

-Ya está, ya las viste- dijo la mujer mientras una olvidada humedad inició en su entrepierna. Subió el escote del vestido y volvió a ponerse seria- No te quedes como tonto, ayúdame a guardar la compra.

El muchacho con los ojos en vidrio y la mirada perdida en la marcada linea del pecho de la mujer. Espera parado a un lado de ella, a penas alcanza el hombro de la mujer, que divertida seguía observando la lujuriosa reacción de él.

Un instante despues, el chico salía del trance, sin perder por completo la timidez y con voz temblorosa le volvió a pedir- Doñita, es que las quería ver completas, figurese que pienso que su parte más morenita es grande como tostón, no sea malita déjeme verla completa, ya le dije que no he estado con ninguna mujer...

Esther, ahora un poco molesta por la excitación que comenzaba a despertar en ella ese estúpido juego con aire fastidiado le dijo -Nomás estas calentandote a lo guey, mira muchacho, no me importa lo que creas o pienses, hasta crees que te voy a dejar que me veas, ni que fueras mi marido, para andarme dándo órdenes.

Al terminar esta frase, amargamente recordó sus deseos insatisfechos, compadeciendose de si misma a través de los ojos del muchacho. Maternalmente bajó su escote nuevamente así como la copa del brassiere dejando al descubierto una hermosa aureola obscura, obscena; coronada por un pezón erguido y desafiante como pitón de miura.

Sin pensarlo demasiado Andrés bajó su bragueta y dejó libre al lampiño miembro, que por el tamaño no correspondía a un púber. Esther no dejó de compararlo al de su marido, así a la luz del día, era una parte fea y a la vez deseada, incluso la de ese muchachito. Sintió una nueva ola de humedad y el calor se agolpó en su rostro.

Temeroso de que esa visión desapareciera acercó despacio sus labios y cubrió el pezón moreno, lo saboreó, jugó con el con su lengua y sus labios mientras su mano jugaba con su miembro, con la otra mano se acercaba el seno maduro ofrecido de tan buen grado. Esther contenía gemidos, murmullos, gritos; pensó que sería mejor cerrar los ojos y concentrarse en no violar al muchachito.

Andrés succionaba, mordía despacio y sintió el gusto del sudor y algo parecido al calostro, los ojos muy abiertos, su mano machacándose a si mismo. Un chisguete blancuzco hirvió desde su más profunda fantasía, salpicó el piso de la cocina y un mareo mezclado con lágrimas y una inmensa alegría le hizo dejar de chupar el pezón que ahora palpitaba solo.

Esther trata de contener la marea hirviente que escapa por su pierna y toma al muchacho del cabello, quiere pedirle, rogarle que la posea, que la monte y le haga sentir nuevamente lo que es en verdad ser mujer. Sin embargo se arrepiente, no quiere asustar al muchacho, por experiencia sabe que su marido no tardara en llegar del trabajo y no quiere meterse en problemas. Suelta al muchacho que la mira con cara de becerro.

-Cuidadito y le cuentas a alguien de esto, eh pinche escuincle, si lo haces no te vuelvo a consentir. Enfatizó esta última frase subiendo la copa del brassier y su escote sobre el pecho que la abrasa -Mejor mañana vente más temprano a dejarme la compra, le inventas cualquier cosa a don Ponciano pa´que te deje, mañana veremos que pasa. Concluyó Esther con una coquetería que en ella desconocía.

Andrés no lo podía creer, sentía aún el gusto del pecho en su boca, asintió sonriendo y guardó su miembro, ahora flácido, nuevamente en el pantalón. -Mañana sin falta me vengo con usted Doñita, y para que vea que no le diré nada a nadie, le dejo en prenda mi relicario de Santa Bárbara y de verdad que es milagrosa, hoy me concedió una gracia.

sábado, 22 de septiembre de 2007

En tu búsqueda

Durante esos días, Benito ha tratado de acostumbrarse a la soledad de la ciudad. Busca a aquella mujer que en ensueños se le aparece y lo hace distinto a todos, no deja de pensar en ella, mientras come, mientras camina hacia su trabajo, mientras toca su guitarra, mientras escribe algo que aún no se atreve a llamar poesía.

Benito la ve y no la ve, pues en cada sueño es distinta, pero es ella y en cada mujer que cruza en su camino la reconoce, en un movimiento de caderas, en la sonrisa, en la mirada esquiva o impúdica. En todas ellas la encuentra, pero en ninguna la tiene.

Benito, sin dejar de recordar a aquella mujer de ensueño, termina con su turno en la fábrica, camina cansado y sin mayor esperanza, sólo desea llegar a su cuarto y dormir hasta soñar nuevamente con ella.

Al abrir la puerta de la vivienda, los primeros rayos de sol comienzan a filtrarse por la ventana; Benito bosteza y quita su guitarra y al gato de encima de su cama; ya acostado, coloca las manos detrás de la nuca y contempla las figuras que su imaginación descubre en el techo de tirol.

Un imposible gallo canta al nuevo día, a la nueva noche diurna en la que Benito se hunde hasta quedar profundamente dormido. El lugar es extraño, ella lo contempla desnudo, la sonrisa velada por la lengua femenina que se mueve de lado a lado sobre los carnosos labios, le pide que se acerque. Benito deja de respirar por unos segundos, el deseo manifiesto en su piel, las manos de ella invitándolo al beso.

Soledad simplemente no quiere dormir, pues al cerrar los ojos sabe que soñará con ese muchacho torpe y fornido de quien se ha enamorado; lo que más dolor le causa a Soledad, es el no poder recordar el rostro masculino, sólo reminiscencias de sus labios sobre la piel de él, el acercamiento de labios, cuerpos, almas y esa sensación deliciosa y torturante que recorre su entrepierna, humedeciéndola hasta despertar insatisfecha y de mal humor.

El permanecer despierta es un indecible suplicio, esos calores y esos suspiros que propician las burlas y cuestionamientos de sus compañeros de trabajo, esa mirada perdida en busca de su correspondencia, esa falta de apetito y la imbécil sensación de saberse amada por un personaje de novela rosa, de fantasía.

Soledad camina hacia su trabajo en la fábrica, ya dejó encargado a su hijo y el turno de medio día le permitirá recogerlo más tarde; ella camina somnolienta y esos malditos suspiros no dejan de escaparse de entre sus labios. Al despertar ese día acalorada, empapada de sueños y con taquicardia, decidió que no volvería a dormir jamás.

Soledad no se arrepiente de las decisiones que ha tomado a lo largo de su vida, ni siquiera cuando agarró sus cosas, a su bebé en brazos y dejó atrás una vida de maltratos; en esa época ahora lejana de su vida, se llamó Dolores. A Soledad le gustaba ese humor involuntario que ocupaba su vida, la hacía sonreír de vez en vez y olvidarse de la tortura amatoria que el sueño le llevaba cada noche.

Al terminar el turno, le cedió el paso en la maquinaria a un compañero, una vez en los vestidores, ella colocó el overol en su casillero, dejó los guantes de carnaza y los lentes de protección; nunca llamó su atención el vapor que salía con la promesa de agua caliente de los baños de la fábrica, prefería bañarse con agua fría en su casa. Se puso los jeans, la blusa y sus botas, prefería llevar pantalones y botas que tener que depilarse cada quince días; se amarró su cabello en una coleta, salió a la calle donde ese sueño que le hacía desear soñar y dejar de soñar para siempre, estaba a punto de chocar con ella.

Benito sintió en su piel, el roce visual que la mirada de ella dejó encarnándose en su deseo, palpa con sus labios la dulzura de ese aroma que poco a poco lo aleja del ensueño para colocarlo en la absurda vigilia. Se estira como su gato, saboreando ese aroma de la mujer deseada, enamorada y que olvida rápidamente al abrir los ojos. Sólo le queda el gusto de haberla besado, o haberla soñado besándolo.

El sol se comienza a ocultar, Benito se asoma al patio y mira divertido a la Alma Marcela saliendo de su vivienda, muy vestida de lentejuelas, muy entaconada y haciendo equilibrio. Loqueando y gritando a todo pulmón, que necesita un Macho. Benito la saluda desde la ventana y Alma Marcela le manda un beso tronado con toda la palma de la mano, hace dos o tres cabriolas relampagueando de lentejuelas y comienza a gritar nuevamente -Hoy es viernes y ¿no hay Macho para mi?

Benito se aleja de la ventana sonriendo, Alma Marcela le cae muy bien, siempre respetuosa y aunque extraña, es buena amiga, un día cuando ambos regresaban de sus respectivos trabajos Alma Marcela, trajeada como Marcelo le comentó -En serio Benito, si yo fuera machín de a devis, me encantaría ser tú. Cada vez que Benito veía a Marcelo sonreía al recordar ese "piropo".

Casi dan las siete y Benito se pone sus botas vaqueras, su pantalón desgastado, la playera y camisa blanca; cierra la llave de paso y le deja comida al gato. Se dirige literalmente, a chocar con su destino.

Con las manos en los bolsillos, Benito camina sonriente, los puestos callejeros, los perros y una extraña lluvia de gotas pulverizadas lo rodean, ni siquiera vale la pena sacar, si lo tuviera, algún paraguas. Está feliz y ni siquiera sabe la razón, lo anticipa o ya lo esperaba.

Percibió todos sus sentidos avivarse, una sensación cual presa de caza lo invadió, el aroma femenino sin gota de perfume, sólo el aroma. El sonido de la calle se apagó para dejarle escuchar la respiración y los latidos de esa mujer. Al levantar la mirada, aquella extraña conmoción lo invadió, no supo por un instante si en realidad se había despertado esa mañana crepuscular, provocando el desboque de pulmones, párpados y corazón.

Ya había anochecido y estaba llegando a la Fábrica. A menos de una tercia de pasos venía hacia él una mujer sin maquillaje, con una coleta sujetando sus negros cabellos, los jeans marcados un poco sobre la cadera y una blusa destacando sus redondos y pequeños senos, la blusa tan blanca como la camisa que él estaba usando. En difuso espejo, ambos chocaron, una fracción de segundo, como lo supo al verse ambos en sus ojos, el sueño cobraba una tercera dimensión. Por fin, para los dos, el sueño tenía rostro.

Por un instante Soledad y Benito comparten una misma tormenta de pensamientos, magnéticas visiones; ambos se ven felices, acompañándose, Benito se ve cargando a un niño de tres o cuatro años, Soledad a un nuevo ser en su vientre, se miran contemplando los cuatro por primera vez el mar, se visualizan amándose en una habitación alumbrada por dos velas y un gato observándolos desde el quicio de la ventana.

Una vez saciada la curiosidad del gato y los deseos hirvientes de ambos cuerpos, el gato salta hacia afuera de la habitación, Soledad ve a Benito acercar una guitarra, él se ve desnudo, sentado sobre la cama rasgando suavemente las cuerdas de la guitarra, así como había hecho con la espalda de la mujer desnuda y satisfecha ante él. Es poesía lo que sale por los labios de Benito, es poesía el haberse compartido con ella. Benito entendía finalmente esa palabra “Poesía”.

Se supieron desde ese choque uno, que sus vidas demasiado cercanas, pero al mismo tiempo perdidos de si mismos. Ahora se descubren, se reconocen y al transcurrir esos instantes, esos pensamientos; a centímetros de distancia el uno del otro, ambos musitan al unísono -Disculpa, no te vi venir.

Los dos sonríen, ambos sienten el desasosiego y la urgencia por besar los labios ajenos y tan suyos. En Benito esa urgencia era en definitiva más notoria. Ambos sintieron la necesidad de estar, a partir de ese momento, juntos.

Soledad suspira al mismo tiempo en que el muchacho un poco tímido a la cercanía extiende su mano. –Benito, me llamo Benito. Ella intuía ese nombre, no sabía el porque. Su mano delgada y morena estrecho la manaza de dedos callosos y tiernos –Yo me llamo Soledad. Sonriendo nuevamente -¿Te puedo acompañar? Preguntó Benito sin preocuparse del todo por la respuesta que fuese cual fuera sería pronunciada por esos bellos labios.

La lluvia arrecia y dentro de poco no se podrá ni siquiera andar por la calle, que por las coladeras tapadas de basura se inundará irremediablemente. Benito sujetó cuidadosamente a la mujer, colocando su brazo sobre los hombros de ella en un bisoño intento de cubrirla de la lluvia y dando la espalda al camino que lleva a la fábrica desandando sus pasos al lado de Soledad.

Benito le propuso ir a su casa que se encontraba a media cuadra de ahí. La calle se transformaba en torrente de agua sucia y basura. Soledad aceptó el hecho, desde siempre esperó una invitación así; sin embargo se asusta al reconocer la calle y el zaguán de la vecindad de la que no hace tanto tiempo había huido Dolores con su niño en brazos. El frío del terror y los incipientes granizos la calaban a cada paso, pero con ese brazo sobre su espalda se siente protegida.

A dos viviendas de su pasado, Benito abre la puerta metálica y la invita a pasar. Un olor de cigarro y loción, mezclado con calor de encierro les dan la bienvenida; al cerrarse la puerta detrás de Benito, su alma regresa a su cuerpo. El muchacho coloca las llaves sobre la mesa de aluminio con el logotipo desgastado de cerveza “Corona” que hacía las veces de comedor, escritorio y sala.

Benito toma la toalla que se encuentra en el respaldo de la silla colocándosela a Soledad sobre los hombros, acercándola hacia él. Ella se deja llevar y agradece con una sonrisa. -Quítate las botas Soledad- sugirió Benito –Te puedo prestar unas calcetas si gustas, te va a hacer daño la mojada. Ella se dejó quitar las botas; Benito sabe que una vez quitando los zapatos, lo demás será más sencillo.

La ropa de ambos comenzó a evaporarse, hasta condensarse en un charco de pantalones, blusa, playera, camisa y sostén en el suelo; la toalla ahora empapada también.
Ambos, casi desnudos continúan enlazados, desde los labios hasta el resto de la piel; el cabello ahora suelto de soledad invade los anchos hombros y parte del cuello de él, cual enredadera húmeda y negra, sus almas se conjugan en un solo ente impalpable; ambos se brindan calor, en la penumbra se dirigen a la recámara.

Benito se aparta un momento, quita la guitarra de la cama y el gato salta hacia el desvencijado ropero. Soledad se deja recostar tiernamente sobre la cama; la mira nuevamente, ella entrecierra sus ojos, abre poco a poco su boca de labios gruesos, se palpa ambos senos con ambas manos y un aroma dulcísimo escapa de su aliento y de su piel. Se besan reconociendo el sabor de sus sueños.

Soledad lo sujeta con sus piernas, lo rodea dispuesta a encontrarlo. Sus hálitos se mezclan nuevamente, murmuran palabras desconocidas y tan íntimas, una se deja invadir, otro se deja besar, ambos se dejan naufragar en la piel. Un ronroneo, más caricias, los ojos del gato brillando enmarcados por la ventana, se dejan el uno del otro, se encuentran intercambiando algo más que su piel. Abandonan sus cuerpos y se observan desde arriba, desde abajo. Sin ubicar el principio de uno y el final del otro, el aroma a cigarro loción y encierro, se transforma en el dulce e imperceptible perfume de la desnudez.

Una mirada, además de la del micho espía por la ventana. Alma Marcela se siente a la vez desilusionada y a la vez feliz, se arrepiente de la violencia inferida a esa bella mujer, la envidia que le provocaba y a la vez la hacía admirarla a golpes, jamás lo entendería, jamás entendió. -Benito si es de a devis, él la puede hacer en verdad feliz, si ya se ve. Sus labios ocultan la sonrisa y llora sin dejar que el rímel escurra. Taconea deslumbrando de lentejuelas; Grita en silencios a pesar de su costumbre. Vuelve a pensar -Ya es sábado y no hay macho para mi.

Amanece, los dos saben ahora que no de todos los sueños se debe despertar. El gato sobre el quicio de la ventana los observa cínico, relamiendo sus patas delanteras. en la cama siguen ambos cuerpos amados más allá de la cotidiana realidad. Para Soledad la vida le hace reconsiderar un nuevo nombre, tal vez Leticia; dejó a su niño encargado, han de estar preocupados por ella, no le importa demasiado; ya se encontró. Para Benito es su primera falta en la fábrica y la última, ha entendido por fin lo que es poesía. Ha hecho el amor con ella esta noche.

martes, 18 de septiembre de 2007

Bienvenidos a este Nuevo Aullido

La Bienvenida será breve, disfruten de mis textos que en estos momentos tambien pueden considerarlos suyos (pero recuerden que están registrados en el INDAUTOR je je je), no dejen de colocar sus aullidos al lado de los míos, no dejen de visitarme, no dejen de disfrutar estas palabras.