martes, 25 de septiembre de 2007

Esther

Tal vez ya se había dado cuenta en la manera en como el mocito de la tienda de Don Ponciano la trata, con tanta deferencia y respeto; El muchacho, a penas ha dejado de ser niño; trabaja como burro, huele como uno. Hoy en la tarde le llevó un ramo de mustias flores blancas junto con la compra del día.

Mientras le agradece, Esther se pone a pensar en mil cosas: la comida de ese día, las deudas a la tienda de Don Ponciano, su cumpleaños cercano y en su estúpido marido que la volvió a dejar con ganas y de mal humor...

Andrés la mira de soslayo, esos senos opulentos y morenos han sido la causa de los mil desvelos del muchacho; traga saliva y a bocajarro le hace una pregunta, mientras sigue sacando las viandas de la cesta.

-Doña Esther, ¿me deja ver sus chichis?

-¿Qué dijiste?-Esther aún con el mal recuerdo de la noche anterior y de la anterior y de la anterior- ¿para qué quieres ver? Lo dijo sin enojarse, más bien curiosa en realidad, tratando de contener la risa.

-¿Que si me deja ver sus chichis?, es que...- Andrés cayó en cuenta lo que había dicho, se sonrojó y dio media vuelta para huir, Esther lo tomó del hombro.

-Espérate, te doy permiso con una condición, que me digas por qué me quieres ver y si me convences..- Esther sonrió -...tal vez deje que las veas.

El muchacho sintió como la sangre corría y llenaba, además de su rostro otra parte de su anatomía, tragó saliva; Esther notó la incipiente erección y la turbación del muchacho, volvió a sonreír maliciosa al escuchar las razones del mozo.

-Es que las tiene muy bonitas y creo que se parecen a esa muchacha, la de la novela de las ocho que tambien las tiene así de grandes como usted y nunca he estado con una mujer y nomás las he visto en revistas, de esas que vende Don Ponciano y nos deja ver por tres varos. La voz del jóven se iba volviendo mas queda, mientras la sangre efectivamente abandonaba su rostro.

-Esta bien, me convenciste. Al decir esto y sin pensarlo demasiado, élla bajó el escote, dejando al descubierto ambos senos a penas contenidos por el brassier color hueso, que acentuaba aun más el manjar moreno. El sudor invadía el labio superior del muchacho condensándose en diminutas cuentas transparentes sobre el bozo.

-Ya está, ya las viste- dijo la mujer mientras una olvidada humedad inició en su entrepierna. Subió el escote del vestido y volvió a ponerse seria- No te quedes como tonto, ayúdame a guardar la compra.

El muchacho con los ojos en vidrio y la mirada perdida en la marcada linea del pecho de la mujer. Espera parado a un lado de ella, a penas alcanza el hombro de la mujer, que divertida seguía observando la lujuriosa reacción de él.

Un instante despues, el chico salía del trance, sin perder por completo la timidez y con voz temblorosa le volvió a pedir- Doñita, es que las quería ver completas, figurese que pienso que su parte más morenita es grande como tostón, no sea malita déjeme verla completa, ya le dije que no he estado con ninguna mujer...

Esther, ahora un poco molesta por la excitación que comenzaba a despertar en ella ese estúpido juego con aire fastidiado le dijo -Nomás estas calentandote a lo guey, mira muchacho, no me importa lo que creas o pienses, hasta crees que te voy a dejar que me veas, ni que fueras mi marido, para andarme dándo órdenes.

Al terminar esta frase, amargamente recordó sus deseos insatisfechos, compadeciendose de si misma a través de los ojos del muchacho. Maternalmente bajó su escote nuevamente así como la copa del brassiere dejando al descubierto una hermosa aureola obscura, obscena; coronada por un pezón erguido y desafiante como pitón de miura.

Sin pensarlo demasiado Andrés bajó su bragueta y dejó libre al lampiño miembro, que por el tamaño no correspondía a un púber. Esther no dejó de compararlo al de su marido, así a la luz del día, era una parte fea y a la vez deseada, incluso la de ese muchachito. Sintió una nueva ola de humedad y el calor se agolpó en su rostro.

Temeroso de que esa visión desapareciera acercó despacio sus labios y cubrió el pezón moreno, lo saboreó, jugó con el con su lengua y sus labios mientras su mano jugaba con su miembro, con la otra mano se acercaba el seno maduro ofrecido de tan buen grado. Esther contenía gemidos, murmullos, gritos; pensó que sería mejor cerrar los ojos y concentrarse en no violar al muchachito.

Andrés succionaba, mordía despacio y sintió el gusto del sudor y algo parecido al calostro, los ojos muy abiertos, su mano machacándose a si mismo. Un chisguete blancuzco hirvió desde su más profunda fantasía, salpicó el piso de la cocina y un mareo mezclado con lágrimas y una inmensa alegría le hizo dejar de chupar el pezón que ahora palpitaba solo.

Esther trata de contener la marea hirviente que escapa por su pierna y toma al muchacho del cabello, quiere pedirle, rogarle que la posea, que la monte y le haga sentir nuevamente lo que es en verdad ser mujer. Sin embargo se arrepiente, no quiere asustar al muchacho, por experiencia sabe que su marido no tardara en llegar del trabajo y no quiere meterse en problemas. Suelta al muchacho que la mira con cara de becerro.

-Cuidadito y le cuentas a alguien de esto, eh pinche escuincle, si lo haces no te vuelvo a consentir. Enfatizó esta última frase subiendo la copa del brassier y su escote sobre el pecho que la abrasa -Mejor mañana vente más temprano a dejarme la compra, le inventas cualquier cosa a don Ponciano pa´que te deje, mañana veremos que pasa. Concluyó Esther con una coquetería que en ella desconocía.

Andrés no lo podía creer, sentía aún el gusto del pecho en su boca, asintió sonriendo y guardó su miembro, ahora flácido, nuevamente en el pantalón. -Mañana sin falta me vengo con usted Doñita, y para que vea que no le diré nada a nadie, le dejo en prenda mi relicario de Santa Bárbara y de verdad que es milagrosa, hoy me concedió una gracia.

sábado, 22 de septiembre de 2007

En tu búsqueda

Durante esos días, Benito ha tratado de acostumbrarse a la soledad de la ciudad. Busca a aquella mujer que en ensueños se le aparece y lo hace distinto a todos, no deja de pensar en ella, mientras come, mientras camina hacia su trabajo, mientras toca su guitarra, mientras escribe algo que aún no se atreve a llamar poesía.

Benito la ve y no la ve, pues en cada sueño es distinta, pero es ella y en cada mujer que cruza en su camino la reconoce, en un movimiento de caderas, en la sonrisa, en la mirada esquiva o impúdica. En todas ellas la encuentra, pero en ninguna la tiene.

Benito, sin dejar de recordar a aquella mujer de ensueño, termina con su turno en la fábrica, camina cansado y sin mayor esperanza, sólo desea llegar a su cuarto y dormir hasta soñar nuevamente con ella.

Al abrir la puerta de la vivienda, los primeros rayos de sol comienzan a filtrarse por la ventana; Benito bosteza y quita su guitarra y al gato de encima de su cama; ya acostado, coloca las manos detrás de la nuca y contempla las figuras que su imaginación descubre en el techo de tirol.

Un imposible gallo canta al nuevo día, a la nueva noche diurna en la que Benito se hunde hasta quedar profundamente dormido. El lugar es extraño, ella lo contempla desnudo, la sonrisa velada por la lengua femenina que se mueve de lado a lado sobre los carnosos labios, le pide que se acerque. Benito deja de respirar por unos segundos, el deseo manifiesto en su piel, las manos de ella invitándolo al beso.

Soledad simplemente no quiere dormir, pues al cerrar los ojos sabe que soñará con ese muchacho torpe y fornido de quien se ha enamorado; lo que más dolor le causa a Soledad, es el no poder recordar el rostro masculino, sólo reminiscencias de sus labios sobre la piel de él, el acercamiento de labios, cuerpos, almas y esa sensación deliciosa y torturante que recorre su entrepierna, humedeciéndola hasta despertar insatisfecha y de mal humor.

El permanecer despierta es un indecible suplicio, esos calores y esos suspiros que propician las burlas y cuestionamientos de sus compañeros de trabajo, esa mirada perdida en busca de su correspondencia, esa falta de apetito y la imbécil sensación de saberse amada por un personaje de novela rosa, de fantasía.

Soledad camina hacia su trabajo en la fábrica, ya dejó encargado a su hijo y el turno de medio día le permitirá recogerlo más tarde; ella camina somnolienta y esos malditos suspiros no dejan de escaparse de entre sus labios. Al despertar ese día acalorada, empapada de sueños y con taquicardia, decidió que no volvería a dormir jamás.

Soledad no se arrepiente de las decisiones que ha tomado a lo largo de su vida, ni siquiera cuando agarró sus cosas, a su bebé en brazos y dejó atrás una vida de maltratos; en esa época ahora lejana de su vida, se llamó Dolores. A Soledad le gustaba ese humor involuntario que ocupaba su vida, la hacía sonreír de vez en vez y olvidarse de la tortura amatoria que el sueño le llevaba cada noche.

Al terminar el turno, le cedió el paso en la maquinaria a un compañero, una vez en los vestidores, ella colocó el overol en su casillero, dejó los guantes de carnaza y los lentes de protección; nunca llamó su atención el vapor que salía con la promesa de agua caliente de los baños de la fábrica, prefería bañarse con agua fría en su casa. Se puso los jeans, la blusa y sus botas, prefería llevar pantalones y botas que tener que depilarse cada quince días; se amarró su cabello en una coleta, salió a la calle donde ese sueño que le hacía desear soñar y dejar de soñar para siempre, estaba a punto de chocar con ella.

Benito sintió en su piel, el roce visual que la mirada de ella dejó encarnándose en su deseo, palpa con sus labios la dulzura de ese aroma que poco a poco lo aleja del ensueño para colocarlo en la absurda vigilia. Se estira como su gato, saboreando ese aroma de la mujer deseada, enamorada y que olvida rápidamente al abrir los ojos. Sólo le queda el gusto de haberla besado, o haberla soñado besándolo.

El sol se comienza a ocultar, Benito se asoma al patio y mira divertido a la Alma Marcela saliendo de su vivienda, muy vestida de lentejuelas, muy entaconada y haciendo equilibrio. Loqueando y gritando a todo pulmón, que necesita un Macho. Benito la saluda desde la ventana y Alma Marcela le manda un beso tronado con toda la palma de la mano, hace dos o tres cabriolas relampagueando de lentejuelas y comienza a gritar nuevamente -Hoy es viernes y ¿no hay Macho para mi?

Benito se aleja de la ventana sonriendo, Alma Marcela le cae muy bien, siempre respetuosa y aunque extraña, es buena amiga, un día cuando ambos regresaban de sus respectivos trabajos Alma Marcela, trajeada como Marcelo le comentó -En serio Benito, si yo fuera machín de a devis, me encantaría ser tú. Cada vez que Benito veía a Marcelo sonreía al recordar ese "piropo".

Casi dan las siete y Benito se pone sus botas vaqueras, su pantalón desgastado, la playera y camisa blanca; cierra la llave de paso y le deja comida al gato. Se dirige literalmente, a chocar con su destino.

Con las manos en los bolsillos, Benito camina sonriente, los puestos callejeros, los perros y una extraña lluvia de gotas pulverizadas lo rodean, ni siquiera vale la pena sacar, si lo tuviera, algún paraguas. Está feliz y ni siquiera sabe la razón, lo anticipa o ya lo esperaba.

Percibió todos sus sentidos avivarse, una sensación cual presa de caza lo invadió, el aroma femenino sin gota de perfume, sólo el aroma. El sonido de la calle se apagó para dejarle escuchar la respiración y los latidos de esa mujer. Al levantar la mirada, aquella extraña conmoción lo invadió, no supo por un instante si en realidad se había despertado esa mañana crepuscular, provocando el desboque de pulmones, párpados y corazón.

Ya había anochecido y estaba llegando a la Fábrica. A menos de una tercia de pasos venía hacia él una mujer sin maquillaje, con una coleta sujetando sus negros cabellos, los jeans marcados un poco sobre la cadera y una blusa destacando sus redondos y pequeños senos, la blusa tan blanca como la camisa que él estaba usando. En difuso espejo, ambos chocaron, una fracción de segundo, como lo supo al verse ambos en sus ojos, el sueño cobraba una tercera dimensión. Por fin, para los dos, el sueño tenía rostro.

Por un instante Soledad y Benito comparten una misma tormenta de pensamientos, magnéticas visiones; ambos se ven felices, acompañándose, Benito se ve cargando a un niño de tres o cuatro años, Soledad a un nuevo ser en su vientre, se miran contemplando los cuatro por primera vez el mar, se visualizan amándose en una habitación alumbrada por dos velas y un gato observándolos desde el quicio de la ventana.

Una vez saciada la curiosidad del gato y los deseos hirvientes de ambos cuerpos, el gato salta hacia afuera de la habitación, Soledad ve a Benito acercar una guitarra, él se ve desnudo, sentado sobre la cama rasgando suavemente las cuerdas de la guitarra, así como había hecho con la espalda de la mujer desnuda y satisfecha ante él. Es poesía lo que sale por los labios de Benito, es poesía el haberse compartido con ella. Benito entendía finalmente esa palabra “Poesía”.

Se supieron desde ese choque uno, que sus vidas demasiado cercanas, pero al mismo tiempo perdidos de si mismos. Ahora se descubren, se reconocen y al transcurrir esos instantes, esos pensamientos; a centímetros de distancia el uno del otro, ambos musitan al unísono -Disculpa, no te vi venir.

Los dos sonríen, ambos sienten el desasosiego y la urgencia por besar los labios ajenos y tan suyos. En Benito esa urgencia era en definitiva más notoria. Ambos sintieron la necesidad de estar, a partir de ese momento, juntos.

Soledad suspira al mismo tiempo en que el muchacho un poco tímido a la cercanía extiende su mano. –Benito, me llamo Benito. Ella intuía ese nombre, no sabía el porque. Su mano delgada y morena estrecho la manaza de dedos callosos y tiernos –Yo me llamo Soledad. Sonriendo nuevamente -¿Te puedo acompañar? Preguntó Benito sin preocuparse del todo por la respuesta que fuese cual fuera sería pronunciada por esos bellos labios.

La lluvia arrecia y dentro de poco no se podrá ni siquiera andar por la calle, que por las coladeras tapadas de basura se inundará irremediablemente. Benito sujetó cuidadosamente a la mujer, colocando su brazo sobre los hombros de ella en un bisoño intento de cubrirla de la lluvia y dando la espalda al camino que lleva a la fábrica desandando sus pasos al lado de Soledad.

Benito le propuso ir a su casa que se encontraba a media cuadra de ahí. La calle se transformaba en torrente de agua sucia y basura. Soledad aceptó el hecho, desde siempre esperó una invitación así; sin embargo se asusta al reconocer la calle y el zaguán de la vecindad de la que no hace tanto tiempo había huido Dolores con su niño en brazos. El frío del terror y los incipientes granizos la calaban a cada paso, pero con ese brazo sobre su espalda se siente protegida.

A dos viviendas de su pasado, Benito abre la puerta metálica y la invita a pasar. Un olor de cigarro y loción, mezclado con calor de encierro les dan la bienvenida; al cerrarse la puerta detrás de Benito, su alma regresa a su cuerpo. El muchacho coloca las llaves sobre la mesa de aluminio con el logotipo desgastado de cerveza “Corona” que hacía las veces de comedor, escritorio y sala.

Benito toma la toalla que se encuentra en el respaldo de la silla colocándosela a Soledad sobre los hombros, acercándola hacia él. Ella se deja llevar y agradece con una sonrisa. -Quítate las botas Soledad- sugirió Benito –Te puedo prestar unas calcetas si gustas, te va a hacer daño la mojada. Ella se dejó quitar las botas; Benito sabe que una vez quitando los zapatos, lo demás será más sencillo.

La ropa de ambos comenzó a evaporarse, hasta condensarse en un charco de pantalones, blusa, playera, camisa y sostén en el suelo; la toalla ahora empapada también.
Ambos, casi desnudos continúan enlazados, desde los labios hasta el resto de la piel; el cabello ahora suelto de soledad invade los anchos hombros y parte del cuello de él, cual enredadera húmeda y negra, sus almas se conjugan en un solo ente impalpable; ambos se brindan calor, en la penumbra se dirigen a la recámara.

Benito se aparta un momento, quita la guitarra de la cama y el gato salta hacia el desvencijado ropero. Soledad se deja recostar tiernamente sobre la cama; la mira nuevamente, ella entrecierra sus ojos, abre poco a poco su boca de labios gruesos, se palpa ambos senos con ambas manos y un aroma dulcísimo escapa de su aliento y de su piel. Se besan reconociendo el sabor de sus sueños.

Soledad lo sujeta con sus piernas, lo rodea dispuesta a encontrarlo. Sus hálitos se mezclan nuevamente, murmuran palabras desconocidas y tan íntimas, una se deja invadir, otro se deja besar, ambos se dejan naufragar en la piel. Un ronroneo, más caricias, los ojos del gato brillando enmarcados por la ventana, se dejan el uno del otro, se encuentran intercambiando algo más que su piel. Abandonan sus cuerpos y se observan desde arriba, desde abajo. Sin ubicar el principio de uno y el final del otro, el aroma a cigarro loción y encierro, se transforma en el dulce e imperceptible perfume de la desnudez.

Una mirada, además de la del micho espía por la ventana. Alma Marcela se siente a la vez desilusionada y a la vez feliz, se arrepiente de la violencia inferida a esa bella mujer, la envidia que le provocaba y a la vez la hacía admirarla a golpes, jamás lo entendería, jamás entendió. -Benito si es de a devis, él la puede hacer en verdad feliz, si ya se ve. Sus labios ocultan la sonrisa y llora sin dejar que el rímel escurra. Taconea deslumbrando de lentejuelas; Grita en silencios a pesar de su costumbre. Vuelve a pensar -Ya es sábado y no hay macho para mi.

Amanece, los dos saben ahora que no de todos los sueños se debe despertar. El gato sobre el quicio de la ventana los observa cínico, relamiendo sus patas delanteras. en la cama siguen ambos cuerpos amados más allá de la cotidiana realidad. Para Soledad la vida le hace reconsiderar un nuevo nombre, tal vez Leticia; dejó a su niño encargado, han de estar preocupados por ella, no le importa demasiado; ya se encontró. Para Benito es su primera falta en la fábrica y la última, ha entendido por fin lo que es poesía. Ha hecho el amor con ella esta noche.

martes, 18 de septiembre de 2007

Bienvenidos a este Nuevo Aullido

La Bienvenida será breve, disfruten de mis textos que en estos momentos tambien pueden considerarlos suyos (pero recuerden que están registrados en el INDAUTOR je je je), no dejen de colocar sus aullidos al lado de los míos, no dejen de visitarme, no dejen de disfrutar estas palabras.