martes, 12 de agosto de 2014

Mi pequeña Simón

I. 
El autoconocimiento


Cada día me es más difícil sorprenderme, voy perdiendo desde hace tiempo la confianza y la fe en la humanidad, mi capacidad de asombro solamente se ha centrado en las tantas y más diversas formas en cómo los sicarios acaban con sus víctimas, muy pocas cosas positivas me conmueven; me doy cuenta cuán mezquino me he vuelto, a cada instante me pregunto si estoy haciendo lo correcto o solamente paso el tiempo por pasarlo, hasta que el fin último me alcance. En unos días más cumpliré cuarenta años, si es que llego.

II. 
El encuentro.

Salía de una librería de viejo en el centro de la ciudad, después de haber encontrado un par de novelas de Ciencia Ficción de los años setentas, seguía obsesionado con escribir una novela, un poco más por capricho que por verdaderas ganas, esas habían pasado años atrás cuando me consideraba una promesa de la literatura internacional, un lustro después me consideraba una promesa de la literatura nacional, desde hace un par de años ya ni siquiera he pensado en creerme una promesa de nada, no sería la primera promesa que rompo. Aun así seguía con mi proyecto interminable de vida, la novela que a mi juicio revolucionaría la Ciencia Ficción de mi país, lo que me hacía justificar mi cinismo aparente aunado con esa actitud de Escritor sarcástico y atormentado que tanto le llama la atención a mujeres generosas y sobreprotectoras.

La tarde como cualquier tarde, no tenía nada de especial, ni tanto sol, ni tantas nubes, tampoco calor, una tarde para el olvido, hasta el momento en que te volví a ver. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Tres años? Cuatro a lo más, caminabas diferente, eras la misma niña, la más hermosa de la prepa, pero ya con algunos años más, definitivamente ya eras mayor de edad, no dejé de verte y yo invisible para ti, pasaste a mi lado y por un segundo pensé en seguir mi camino en sentido contrario, pero era una tarde para el olvido y quise cambiar eso, por un instante volvía a tener el control de mi vida.

Por un momento me sentí como el Profesor Humbert Humbert, después de esos segundos de duda armándome de todo el valor posible caminé más deprisa hasta casi alcanzarte, observé como mi brazo cobraba vida propia y te tocaba en el hombro, de inmediato te volviste entre asustada y enojada, no me reconociste, pensé en ofrecerte una disculpa y dar media vuelta de inmediato pero algo me hizo pronunciar tu apellido y tratar de esbozar una sonrisa. Es precisamente este momento el que jamás quiero olvidar, en medio de la acera, con gente que nos rodeaba con su corriente de pasos apresurados un río interrumpido por nosotros, un breve instante y después de observar en tus ojos el evidente esfuerzo mental que correspondía a recordar mi rostro, sonreíste finalmente y pronunciaste mi primer nombre en diminutivo. En esos instantes mi corazón volvió a latir.

Con la fugacidad del encuentro, una extraña emoción de encontrarte después de no haber pensado en ti desde el día de la graduación y ocasionalmente durante esos tres años soñarte. Instintivamente me acerqué para besar tu mejilla, extendí mi mano torpemente para saludarte, quise parecer más relajado, durante ese año de dar clase en la preparatoria me hice fama de estricto e intransigente. Me sorprendió tu reacción, me abrazaste y pude percibir tu delicioso aroma debajo del dulce perfume, te devolví el abrazo pero me quedé con tu aroma, con tu sonrisa y mi nombre pronunciado por tus labios. Comenzamos a caminar en el mismo sentido, bombardeándome de preguntas, ¿Por qué no me quedé un año más en la prepa? ¿Por qué no fui a su graduación? ¿Qué hacía ahora? ¿Qué sabía de los demás maestros? ¿Por qué no nos habíamos vuelto a ver?

La tarde caía poco a poco, entramos en un café de chinos, con la sorpresa del encuentro, fui despejando tus dudas una por una, y yo comencé a preguntarte también, qué era de tu vida, y qué hacías tan lejos de tu casa, no me respondiste de inmediato. volviste a ser esa niña hermosa e ingobernable, voluntariosa y divertida, agarraste mi boina del perchero y te lo pusiste diciéndome que no me la ibas a devolver. Tomamos dos tazas de café y compartimos unos bisquets, nos acordamos de alumnos y maestros, de los chismes que siempre rondan en una escuela, extrañé esos momentos de pararme frente al grupo, te confesé mi terror diario a enfrentar a tu grupo en particular, nunca lo imaginaste siquiera, en verdad lo que me aterraba era que te dieras cuenta que verte me ponía muy nervioso, me gustabas, me sigues gustando y hoy que te veo me vuelvo a sentir cuatro años más joven, cuatro años sin autosabotearme, cuatro años para volver a ser promesa de algo, como maestro, como pareja, como novio, como amante, como escritor.

El tiempo voló, mi imaginación también. Me ofrecí a acompañarte a tu casa, aunque no era tan tarde me preocupaba que te fueras sola, pagué la cuenta y salimos al río de gente, empezamos a navegarlo en lugar de solamente unirnos a la corriente, continuaban las risas, tu risa maravillosa, y tu aroma y tu perfume. De las risas al silencio, un silencio cómodo en el que ambos nos sentimos a gusto, te ofrecí mi brazo y deslizaste el tuyo, tomé tu mano, a cada paso rejuvenecía y percibía cómo madurabas. Rompiste el silencio, me dijiste que estabas perdida, que así te sentías, que sentías que podías confiar en mi, tus ojos comenzaron a humedecerse y no dijiste nada más. Yo también me sentí así, perdido.

III.
El reconocimiento

Siempre he sido adaptado, pero no me gusta la gente, digamos que la tolero, multitudes, grupos, parejas, terminan siempre por alejarse sin saber por qué, tal vez mi propio rechazo inconsciente, pero hasta aquel encuentro contigo me di cuenta lo ajenos que somos los unos de los otros, no nos interesa crear lazos, interactuamos, llegamos a sentir afectos, pero al parecer no son lo suficientemente fuertes como para poder mantener una relación unida, al platicar contigo caí en cuenta que estuvimos juntos todo un año y jamás nos conocimos, a pesar de que ahora compartimos la sensación de estar perdidos, sin rumbo, sin muletas. Me pediste detenerme en la esquina de la calle en donde vives, insistí en llevarte a la puerta de tu casa, pero me pediste que no lo hiciera, ya no insistí aunque me bajé para abrirte la puerta, me besaste en la mejilla y en esta ocasión yo te abracé, con la intención de cubrirte con mis brazos y hacerte sentir protegida, volví a envejecer mientras me despedía de ti.

Quedamos vagamente en volver a vernos, tentativamente sería la siguiente semana el mismo día en el café de chinos, no había nada que más deseara en verdad que volver a verte, quería comenzar a conocerte, enamorarte, descubrir lo que durante ese año me fue vedado, ya eras mayor de edad como bien supuse, pero no dejas de ser una niña. Te vi alejarte, quise con toda mi alma que voltearas una última vez, lo hiciste y me regalaste una sonrisa más, agité mi mano para despedirme de ti y un vacío enorme comenzó a apoderarse de mi estómago, esa misma sensación que cuando empezaba a escribir mis cuentos en el taller de literatura, la misma sensación antes de arrojarme de una plataforma de cinco metros, la emoción de volver a ser una promesa.

Al día siguiente y los subsecuentes no dejé de pensar en ti, me imaginaba besándote, abrazándote y acariciando tus labios y tu cabello, volví a escribir, arrojé a la basura la novela que durante tantos años utilicé como caparazón, traté de evocar tu sonrisa, tu mirada al reconocerme y tu aroma, te imaginaba y escribía, escribía y te imaginaba, mis días se convirtieron en una incansable búsqueda de recuerdos, viajé cuatro años atrás en el tiempo, recordándote en las gradas acompañada de tus amigos, mi primer clase con tu grupo, las constantes faltas de tarea, pero tu curiosidad constante. Me sentía un poco perverso al pensar tanto en ti, te imaginaba rodeada de flores, de besos, ilusionándome y deseándote, ya eres una mujer hecha y derecha en busca de tu lugar en el mundo.

Durante las noches te visualizaba, rodeada de tus compañeros, traté de recordar a alguien más, pero todos los rostros eran difusos excepto el tuyo, la noche siguiente busqué el anuario y encontré tu foto, te busqué en las páginas de actividades, aparecías en casi todas, busqué mi foto y no estaba, al parecer ese día no me tomé la foto oficial y nadie tuvo la amabilidad de decirme, aunque aparecía en las fotos de la graduación y en un festival como maestro de ceremonias. Sonreí nuevamente, mirarte se convirtió en un ritual antes de dormir.

A la semana siguiente llegué más temprano de lo habitual, te había comprado flores y la mesera me miró enternecida, pasaron los minutos y las horas. No apareciste. Una dolorosa ira comenzó a inundarme, pagué mi cuenta y dejé las flores en la mesa, salí enojado a la noche, salí entrechocando mis dientes, me prometí jamás volver a verte, pero una inquietud me recorría el cuerpo, un temor profundo a no volver a encontrarte, a no volver a saber de ti. Me dirigí hasta tu calle, la recorrí de arriba abajo, pero jamás habría encontrado tu casa, estuve tentado en tocar puerta por puerta, pero no creí que sirviera de mucho. Regresé a mi casa y miré tus fotos una vez más.

IV.
La despedida.


Ya pasaron cuatro años más, no volví a saber de ti aunque todas las noches te miraba. Llegaron los teléfonos celulares y el internet, traté de encontrarte en las redes sociales y nada. Desde esa noche cuando nos volvimos a ver además de ver tus fotos en el anuario, comencé a escribir de nuevo, desde ese día a la fecha escribí tres libros, en cada uno me imagino una vida a tu lado, eres la heroína de esos relatos, vivimos aventuras, nos unimos y nos separamos y nos volvemos a encontrar, solamente en palabras, en letras que guardan tu aroma, que llevan en cada frase un poco de tu sonrisa, pero hasta ahora en ningún relato me atreví a mencionar cuánto te amo.