viernes, 2 de noviembre de 2007

Tlaloques

Hace muchos años, mí Tata Abuelo, me contó una historia que a su vez se la contó su abuelo y así fue durante muchas generaciones, hoy he meditado mucho sobre ella, pues ahora me toca a mi contársela a mis nietos.
Tal vez no sea una gran historia y menos ahora que las cosas han cambiado tanto. Recuerdo que en su momento me asustó mucho, no pude dormir esa noche ni la siguiente, pero con el tiempo fui olvidando el terror que me produjo y con la edad muchas de las cosas que leo en los periódicos parecen más crueles y atroces.
Al final de cuentas, deseo seguir la tradición que tristemente veo que se ha ido diluyendo en esta caótica vida moderna, la de contar historias, sin robots, sin superhéroes, sin gringadas.
La historia, como mencioné, no es tan extraordinaria, pero me pude percatar después de todos estos años que su escenario plasma de maravilla el terror de la conquista, además aprendí pues, que el miedo puede sentirse a través de unas simples palabras, guardándose en el corazón.
Hoy es dos de noviembre. Se reunieron en casa mis hijos y mis nietos, acabamos de terminar de cenar y aprovecharé que están sirviendo pan de muerto y chocolate para contar la historia.
Cada quien con su rebanada de pan de muerto, se pelearon los “huesitos” y ahora me miran atentos; los adultos, aunque ya conocen la historia la quieren volver a disfrutar. Mis nueras y mi yerno la escucharán por primera vez, lo mismo que mis nietos. Se ven emocionados muy respetuosos a mis palabras, la voz se quiebra en mi garganta, pero la aclaro con un leve tosido.
Comienzo como comenzó mi abuelo:
“Cuando los blancos llegaron a nuestra tierra, en el ombligo del mundo, lloramos, vimos como todo caía, todo se incendiaba cuando los monstruos brillantes sobre sus venados gigantes corrían por las calzadas; las patas de los animales herían, golpeaban. Con sus lanzas cortaban, nos hacían sangrar; nuestro llanto y nuestros gritos subían a donde nuestros dioses, pero ellos se quedaron sordos. Corríamos, pero sus demonios aullaban y nos perseguían, haciendo mucho ruido, como si tosieran y rugían como el coyote, caían sobre nosotros, con sus uñas desgarran la piel y sus bocas sacaban espuma y baba para romper nuestra carne, sus lenguas ásperas lamían la sangre de sus patas y de nuestras heridas. Lloramos, gritamos; pero nuestros padres estaban sordos y también ciegos.
Los monstruos se detuvieron durante un tiempo. Nuestro Tlatoani negoció con ellos y lo capturaron ¡Ay se desgarra nuestra alma! ¡Ay no viviremos y no moriremos! ¡Ay nuestras madres no hacen nada! Su sacerdote los acabó.
Durante el día sagrado uno de los blancos tomó a uno de nuestros niños con una sola mano brillante, gritaba cosas que no entendíamos lloramos cuando se acercaba con el niño agarrado del pie, se puso colorado y con fuerza azotó al niño contra una pared, su cabeza se partió como guaje y la sangre manchó el suelo y la pared; lo tiró al piso. Corrió como demonio sobre su venado, agarró a dos niños más de sus cabellos, los niños gritaban y de miedo quedamos sordos. No queríamos ver, el demonio plateado arrojó al primero frente al venado, éste lo pisoteó. Al otro lo agarro y lo atravesó con su espada y cayó cerca de los otros dos inocentes; salió de nuevo del templo y agarró más niños, gritamos, lloramos y suplicamos a nuestros dioses su piedad. Después de que muchos, muchos niños cayeron, su sangre salía del templo y pintó toda la calzada. El demonio y su venado gritaban, chapoteando en la sangre de tantos inocentes.
En eso Tlaloc nos escuchó, sus lágrimas cayeron en los niños muertos, esas lágrimas limpiaron la calzada y el monstruo seguía ahí. Un rayo tocó los cuerpos y muchos se levantaron, corrieron contra el demonio. Él gritó y con su mano hizo señales tocándose la cabeza, el pecho y ambos hombros. Los niños muertos corrían a su rededor, el venado levantó las patas delanteras y el asesino cayó al piso, ahora él lloraba, gritaba, hacía señas. El venado huyó por la calzada. Tlaloc rugía y alumbraba el cielo. El venado cayó en el canal y haciendo ruidos espantosos se hundió. El otro monstruo cayó de rodillas y nuestro dios de la lluvia una vez más, lanzó un rayo que le pegó en el pecho, se quemó dentro de su piel plateada y dura; pero sus lamentos no conmovieron al dios.
Los niños cayeron nuevamente y sus almas subieron mientras jugaban y reían acompañados de tlaloques. Las nubes se abrieron dejando pasar a Tonatiuh el sol; quien secó la calzada limpia y nuestras lágrimas. Después de ver lo que vimos, volvíamos a guardar esperanza y gritamos de alegría. El demonio plateado seguía hincado, todo tatemado y sacando humo por la boca y los ojos; su venado se perdió en el fondo del lago y nuestros niños felices ahora juegan con flores de lluvia que han visto nuestra desgracia”.
Cuando concluí el relato, todos estaban en un silencio total. Dentro de mí creció una extraña alegría producida por las caras de sorpresa y el haber recordado el cuento tal cual mi Tata Abuelo me lo contó a mí. Agradecí a los dioses olvidados el regalo de esta historia.

2 comentarios:

Kix dijo...

:-(

Del mar, los vieron llegar...

Cuatroletras dijo...

La historia se escribe con sangre.

Este relato tiene una poesía extraña, imágenes fuertes, descriptivas.

Tu manejo de las situaciones en el relato me agrada.

Como siempre un placer leerte.

Un abrazo